Midiendo el desempeño del Juicio por Jurados: hacia una política criminal basada en evidencia

Measuring the Performance of Jury Trials: Towards an Evidence-Based Criminal Policy

Clarisa Fuentes Rubio
Universidad Nacional de Cuyo
Correo: clarisafuentesrubio@gmail.com
ORCID: https://orcid.org/0000-0002-9201-5749

Abogada (Universidad Nacional de Cuyo), Máster en Gestión Judicial y posgraduada en Derecho Penal Aduanero y Derecho de la Integración (UBA). Exfuncionaria judicial y Experta en Derecho Penal en la ONU. Actualmente es abogada litigante y docente de Derecho Penal en la Universidad del Aconcagua.

Resumen

Este artículo propone un marco de análisis para evaluar el juicio por jurados desde la política criminal, mediante la construcción de categorías e indicadores que permitan medir su impacto institucional, social y jurídico. Se abordan categorías claves como el marco normativo, el contexto sociocultural, las prácticas institucionales y los resultados del proceso. El objetivo es generar herramientas para una evaluación crítica del modelo y sus efectos reales.

Palabras clave: juicio por jurados, política criminal, indicadores, evaluación, sistema penal.

Abstract

This article proposes an analytical framework to assess the jury trial as criminal policy through the development of indicators that help measure its institutional, social, and legal impact. Key categories such as the legal framework, sociocultural context, institutional practices, and outcomes are addressed. The aim is to provide tools for a critical evaluation of the model and its real-world effects.

Keywords: jury trial, criminal policy, indicators, evaluation, criminal system.

Los sistemas de enjuiciamiento penal han transitado en las últimas décadas reformas estructurales significativas, muchas de las cuales han respondido a demandas de mayor transparencia, eficacia y legitimidad por parte de la ciudadanía. En este marco, la incorporación del juicio por jurados ha sido presentada como una estrategia democratizadora, orientada a reforzar el control popular sobre la administración de justicia penal. Sin embargo, estas reformas no están exentas de tensiones, especialmente en contextos institucionales, culturales y políticos que no garantizan condiciones ideales para su implementación.

Este trabajo propone una mirada crítica y empírica sobre el juicio por jurados como dispositivo de política criminal. La hipótesis que se sostiene es que la construcción de indicadores específicos puede permitir un análisis razonable y objetivo del modelo, revelando no solo su eficacia técnica sino también el tipo de política criminal que el Estado adopta al ponerlo en marcha.

Sin embargo, a pesar de la implementación de este modelo y sus modificaciones, resulta necesario evaluar si la construcción de indicadores –y cuáles– permiten realizar una evaluación político criminal integral. Es fundamental explorar si –como se dice– alienta el sistema democrático de gobierno; si el jurado responde a los problemas de legitimidad y hacia dónde se dirige el sistema; o bien si la capacidad del jurado se ve influenciada por un enfoque punitivista.

Aquí el contexto socio-cultural tiene una relevancia que no puede ser sesgada. Este modelo de enjuiciamiento a pesar de haber sido ordenado por la Constitución Nacional, fue ignorado por más de 150 años y llegó para ser puesto en práctica, en una Argentina que enfrenta graves problemas de legitimidad. Las expectativas de la ciudadanía lejos de ser positivas, arrojan resultados de insatisfacción constante en cuanto a la demanda general de justicia1.

Alberto Binder explica que la crisis judicial se fundamenta en la falta de capacidad de respuesta de la administración de justicia a tres demandas básicas: protección, certeza y protagonismo. Cada una de estas demandas refiere a diferentes ámbitos de las relaciones individuales y colectivas. La demanda de protección es la que mejor revela la crisis en la dimensión de la justicia penal. Alude al reclamo central de la ciudadanía a dicho sistema: protección frente a los abusos de poder por parte del propio Estado (he aquí la herida aún abierta del terrorismo de Estado) y también frente al incremento de la inseguridad: victimización y temor por los delitos contra la vida y la propiedad (Binder, 1994, p.17).

Entonces, si el diseño de políticas públicas en el ámbito de la justicia penal determina la categoría de política criminal que ejerce el Estado, ¿cuál sería el que esta sociedad ha demandado? Por otro lado, ¿importar un sistema de juzgamiento que ha tenido rotundo éxito en sociedades como la norteamericana, necesariamente puede tener buenos resultados en Latinoamérica? Esta última pregunta, quizás ha sido la que más me convoca. Sin dudas, somos sociedades muy diferentes. La trayectoria de nuestras provincias no ha sido la de los estados americanos.

En este sentido, el presente trabajo resulta por lo menos complejo en cuanto hace una aproximación breve al modelo acusatorio adversarial y contradictorio, el juicio por jurados, y a su tiempo, los indicadores de gestión necesarios para abordar una propuesta de estudio empírico para dar cuenta de una lectura del fenómeno que es objeto de estudio, desde la óptica de la política criminal.

Es la práctica de campo (como funcionaria pública en primer orden y como abogada litigante en el presente) la que me ha llevado a reflexionar y debatir internamente sobre si esta idea realmente contribuye a un modelo de justicia más cercano a la sociedad o si simplemente busca desmantelar la imagen negativa que se tiene de las instituciones, especialmente del Poder Judicial.

Me cautivó la inclusión de ciudadanos legos en el proceso penal y el impacto social que esto acarreó, pero me permito cuestionarlo y repensar cómo esto podría influir en la política criminal de las provincias que lo han instaurado hasta ahora, quizás inclinándolas hacia posturas más severas.

Es evidente que sociedades que han adoptado este sistema durante un tiempo prolongado, han logrado un desarrollo significativo en algunos aspectos socio-culturales. No obstante, en sociedades jóvenes como la de Argentina, donde la preparación de los litigantes en teoría del caso o su experiencia con el sistema acusatorio-adversarial han sido escasas o inexistentes previo a la inclusión de personas legas al derecho en el sistema penal, la incorporación de este modelo ha tenido algunas implicancias. Planteo aquí una preocupación que han tenido otros/as antes que yo, esencialmente cómo esto puede afectar la garantía del debido proceso.

Experiencias similares en nuestro país han pretendido evidenciar que este modelo contribuye a la democratización de la justicia. No obstante, me resulta intrigante por qué los gobiernos no impulsaron políticas públicas para ponerlo en práctica sino hasta ahora.

El examen exhaustivo de los procesos penales, a través de la evidencia empírica, debería permitir identificar cuál puede ser una construcción de indicadores adecuados para evaluar qué tipo de modelo de política criminal nos acercamos y frente a qué consecuencias nos encontramos luego de las reformas.

I - LA POLÍTICA CRIMINAL COMO CAMPO DE ANÁLISIS

De alguna manera, entiendo que resulta complejo ofrecer una definición del concepto "política criminal", en cuanto cualquier interpretación que se haga, se encontrará ligada estrechamente a la idea más general que se tenga al respecto de la interpretación y aplicación del derecho; al sentido de la potestad punitiva y en última instancia al papel que les corresponde a las leyes penales en la tarea de prevenir y responder al delito.

La política criminal puede definirse como el conjunto de medidas que adopta una sociedad políticamente organizada para prevenir y reaccionar frente al delito (Sanz Mulas, 2020, P.29). Esta definición, en su versión amplia, abarca no sólo decisiones legislativas sino también intervenciones sociales, educativas, urbanísticas, entre otras. En consecuencia, toda reforma procesal penal, y en particular la incorporación del juicio por jurados, constituye una manifestación concreta de política criminal.

Entendida como parte de las políticas públicas, la política criminal refleja valores sociales, ideologías y prioridades gubernamentales. Como señala Ortiz de Urbina (2021, p.33), puede abordarse desde una perspectiva normativa (qué política debería seguirse frente al delito) o positiva (descripción de las prácticas vigentes). En ambos casos, se hace evidente la necesidad de herramientas empíricas que permitan evaluar la coherencia entre discurso, implementación y resultados.

De esta definición se desprende entonces que la política criminal es una medida o conjunto de medidas que adopta una sociedad y con ello no puede sino afirmarse que la política criminal es una vertiente de la política pública, pero concretamente se enfoca en las medidas adoptadas por una sociedad políticamente organizada para prevenir y reaccionar ante el delito, con el propósito de mantenerlo a niveles tolerables. Desde su origen, la política criminal se distingue por su carácter colectivo y gubernamental, en contraposición a acciones individuales. Se trata de decisiones respaldadas por la autoridad gubernamental y, en última instancia, por la sociedad en su conjunto.

Esta rama de la política pública aborda tanto la prevención del delito como su reacción una vez que ha ocurrido. La prevención involucra la implementación de medidas destinadas a evitar la comisión de delitos, mientras que la reacción se refiere a cómo la sociedad responde a los delitos a través de sistemas de justicia penal y medidas de control. La política criminal busca mantener un equilibrio entre la preservación de la seguridad pública y el respeto de otros valores y derechos fundamentales, evitando soluciones excesivamente punitivas o restrictivas.

En este marco, se toman decisiones específicas en diversos ámbitos, como la definición de delitos, las sanciones asociadas, el proceso de enjuiciamiento, el fin de la persecución penal mediante diferentes herramientas para culminar los procesos y eventualmente los mecanismos de resocialización para las personas que delinquen. Dable es destacar, que también desde esta óptica se pone especial énfasis en a la protección y apoyo a las víctimas del delito.

La relación entre política pública y política criminal radica en que esta última forma parte del amplio espectro de áreas que abarca la política pública. Mientras que la política pública engloba diversas esferas de acción gubernamental, la política criminal se concentra en la gestión de asuntos relacionados con el delito y el sistema de justicia penal.

Es aquí donde radica la importancia de reformas procesales a los códigos de procedimiento en lo penal, por cuanto cualquiera de estas modificaciones son políticas públicas que tienen consecuencias en la comunidad, por lo que necesariamente debe entenderse que transitar de un modelo inquisitivo o mixto a uno acusatorio, la oralidad, la incorporación de jurados legos al enjuiciamiento de los delitos, entre otras, son medidas de alto impacto, que reestructuran la forma en la que se observa al delito, son estrategias que reflejan la voluntad y los valores de la sociedad en relación con la seguridad, la justicia y las garantías individuales.

Coincido con Ortiz de Urbina, quien luego de hacer una diferencia interesante respecto a definiciones léxicas y estipulativas, menciona que como primer paso útil para definir "política criminal" será distinguir entre política criminal como actividad política y como actividad teórica. Describir la relación conceptual entre ambas es relativamente sencillo, ya que la política criminal como actividad política es el objeto de la política criminal como actividad teórica, un objeto que se analiza tanto desde el punto de vista normativo (análisis del tipo de política que conviene seguir con respecto al crimen, atendiendo a consideraciones valorativas e instrumentales) como desde el punto de vista positivo: la descripción de la situación existente y la predicción (Ortiz de Urbina, 2021, P. 33).

En la definición del objeto de cualquiera de estas dos, es en donde difieren los autores, pues unos entienden que son las decisiones relativas al derecho penal (restrictiva) y otras lo emplean al tiramiento del fenómeno delictivo (amplia).

Este es precisamente el aspecto en el que difieren los dos grandes grupos de definiciones de política criminal actualmente existentes: mientras que algunas consideran que esta tiene como objeto las decisiones relativas al derecho penal, otras lo amplían al tratamiento del fenómeno delictivo en incluyendo medidas de intervención que no tienen carácter jurídico-penal (Ortiz de Urbina, 2021, ídem).

Como este autor, y en adelante, me referiré en sentido amplio al concepto de política criminal, no sólo porque creo que posee la ventaja de reflejar mejor las posibilidades de tratamiento real del fenómeno criminal, sino porque en el razonamiento que aquí se ha llevado adelante, se requiere de la comprensión de otros factores más allá de las decisiones exclusivamente vinculadas a lo jurídico-penal, en cuanto me permito la intervención clara de criterios sociológicos y de análisis empíricos para llegar a una conclusión posible.

Como disciplina académica, según Nieves Sanz Mulas, el estudio de la política criminal como política pública, interesa pues la orientación político-criminal seguida por el legislador, da cuenta de los calores y el concreto modelo social y político que se defiende. Como tal, ha de procurar buscar la eficiencia del sistema, a la vez que la preservación de los derechos y garantías de los ciudadanos y la protección de la sociedad, pues eso es lo único que puede legitimar el recurso al derecho penal.

Las posibilidades entonces de comprender este concepto pueden ser más o amplias o estrechas, pero sin lugar a dudas la política criminal como aspecto de la política general y por tanto como ejercicio del poder, refleja claramente la ideología de quien la lleva a cabo. Depende entonces de la forma de Estado (democrático o totalitario, por ejemplo), del modo de gobierno y en concreto de si en su actuación, quien la formula y ejecuta está condicionado por los límites derivados del respeto a los derechos fundamentales (Sanz Mulas, 2020, p. 32).

Bajo un cierto punto de vista, siguiendo en la definición amplia del concepto, a mi entender existen componentes tales como el urbanismo digno o el acceso a la educación y a la salud que participan de la política criminal, en tanto que contribuyen a la lucha contra la marginación que puede causar delincuencia. Sin dudas también comprendo que una óptica más reducida podría concentrarse en analizar las decisiones legislativas y con ello examinar las leyes, decretos, y protocolos de actuación de los poderes judiciales en cuanto a su sentido, orientación y límites, pues las normas no están desprovistas de objeto o, dicho de otra manera, no podrían perseguir cualquier objeto a cualquier precio.

A mi entender, la comprensión de los elementos involucrados en la política criminal implica reconocer que la justicia penal no se limita únicamente al control del delito, la disuasión y el castigo, sino que también busca fomentar la convivencia y la paz con la mínima represión y restricción de la libertad.

La política criminal debe considerar la función del sistema penal en la búsqueda de una sociedad más justa, donde se salvaguarden los derechos humanos, se proteja a los individuos vulnerables y a las víctimas, y se sienten las bases para el desarrollo social y económico, resguardando los derechos fundamentales y sociales. En consecuencia, existirán diversas políticas criminales en relación con estos objetivos, dado que se sustentan en distintas posiciones sociales y políticas.

Fran Von Liszt a su tiempo bien ha dicho: "la mejor política criminal es una buena política social". Según su planteamiento intelectual, el criminalista no podía limitarse únicamente al estudio del derecho positivo, sino que debía abarcar otras disciplinas relacionadas, como el derecho penal, el derecho procesal penal, la criminalística, la criminología, la penología y la política criminal. Esta convicción no se basaba simplemente en establecer una lista de aspectos del problema penal que deben ser conocidos, ya que eso sería una mera curiosidad intelectual. En su célebre lección inaugural en la Universidad de Berlín, se refería de la siguiente manera a la finalidad de la política criminal: "ha de ser la maestra del legislador penal, una fiable consejera y guía en la lucha contra el delito (...) ha de proporcionarle el baremo, según el cual se ha de medir el derecho vigente y mostrarle la dirección, hacia la que se debe orientar la legislación del futuro" (Von Liszt, 1899, p. 217 y ss.).

Para que un Estado que se rige por principios democráticos y busca promover el bienestar social sea efectivo en la consecución de sus objetivos, como por ejemplo prevenir el conflicto social, es fundamental que se aborde el delito como un problema de naturaleza social. Uno de los aspectos que considero relevante en este contexto, es asegurar que las leyes penales, tanto las relacionadas con los procesos judiciales como aquellas que establecen los delitos en sí, sean desarrolladas a través de un proceso que tome en cuenta la información proporcionada por el fenómeno delictivo.

Esto implica analizar los aspectos concretos del problema, las necesidades sociales que deben ser abordadas, las posibles consecuencias de las intervenciones y también escuchar las opiniones de las personas afectadas. De esta manera, se busca garantizar que las leyes penales sean diseñadas de manera informada y ajustadas a la realidad social, con el objetivo de abordar eficazmente la problemática del delito.

En otras palabras, son también las reformas procesales la forma en que la sociedad y en su caso el jurado, van a comprender otras dinámicas de lo público, que no solo tienen que ver con el enjuiciamiento de los delitos, sino con sus orígenes, la prevención y las consecuencias. Así las cosas, motorizar el sistema adversarial, que se discute en la siguiente sección, es uno de los presupuestos necesarios para el funcionamiento del juicio por jurados.

II - EL SISTEMA ACUSATORIO, ADVERSARIAL Y ORAL. ANTECEDENTE NECESARIO PARA LA IMPLEMENTACIÓN DEL JUICIO POR JURADOS

El sistema acusatorio en su modalidad adversarial es un modelo que propone la construcción de la verdad en el proceso penal, en el marco de audiencias orales sucesivas que se estructuran en torno a la lógica del debate o competencia entre versiones o teorías, frente a un tercero imparcial que es el/la Juez/a (Moreno Holman, 2014, p. 21).

Ahora bien, este método procedimental exige el cumplimiento de una serie de reglas básicas que derivan de su propia naturaleza, sin las cuales su eficacia y perfectibilidad se desvirtuarían en la práctica. Ellas son: publicidad, oralidad, contradicción, inmediación, concentración, exclusividad de la prueba e identidad física del juzgador.

Sentado lo precedente, destaco que son los jueces –o en su caso el jurado– quienes deben resolver según la información que se ventila durante el transcurso de la audiencia. He aquí uno de los bastiones del sistema acusatorio: la imparcialidad del órgano decisor. En este sentido destaca Luigi Ferrajoli que "precisamente se puede llamar acusatorio a todo sistema procesal que concibe al juez como un sujeto pasivo rígidamente separado de las partes y al juicio como una contienda entre iguales iniciada por la acusación, a la que compete la carga de la prueba, enfrentados a la defensa en un juicio contradictorio, oral y público y resuelta por el juez en su libre convicción. A la inversa, llamaré inquisitivo a todo sistema procesal donde el juez procede de oficio después de una instrucción escrita y secreta de la que están excluidos o, en cualquier caso, limitados la contradicción y los derechos de la defensa" (Ferrajoli, 2001, p.564 y 567).

A mayor abundamiento, el término de "imparcialidad" tiene relevancia por cuanto también ha tenido implicancias en el desarrollo del juicio oral adversarial y acusatorio dentro del enjuiciamiento de juicios por jurados. El profesor Alvarado Velloso en su descripción del método acusatorio de debate, expresa que, como característica del sistema acusatorio en lo penal, el/la juez/a es un tercero que, como tal es "imparcial", es decir, que no es parte, y aclara que, si el/la juez/a no es parte, lógicamente no debe ni puede hacer las tareas propias y exclusivas de las partes como afirmar, alegar, impugnar, etc., y que no le preocupa ni interesa a el/la juez/a la búsqueda denodada y a todo trance de la verdad real (Alvarado Velloso & Alvarado, 2015, p. 96).

Por ello es dable afirmar que la natural separación entre acción y jurisdicción conduce inexorablemente a que la decisión del tribunal de juicio sólo puede fundar su sentencia en las pruebas incorporadas regularmente al debate por exclusiva iniciativa de las partes y bajo el contralor de las mismas, porque esto es consustancial al principio acusatorio como único sistema que puede compadecerse con un tribunal genéricamente imparcial (Gimeno Sendra, 1997, p. 435).

Si el/la juez/a actuara de otro modo, sería regresar al sistema inquisitivo. Lo que sucede tanto cuando el/la juez/a asume una actividad oficiosa siendo juez/a y acusador a la vez y, por ende, realiza él mismo la búsqueda de la verdad real, llegando a creer que sólo resulta factible encontrarla por medio de la confesión, convirtiéndola de tal modo en la reina de las pruebas, o cuando se encarga el/la propio juez/a de buscar las pruebas que necesitaba para respaldar el convencimiento de su acusación (Alvarado Velloso & Alvarado, 2015, p. 97).

A diferencia del sistema inquisitivo, es propicio destacar que en este sistema el imputado ya no es objeto del proceso, sino que es sujeto de derechos, es decir que desde la formalización o imputación y hasta el desarrollo de la totalidad del juicio, puede ejercer su defensa, y para atravesar los diferentes estadios de convicción –motivos bastantes, convicción suficiente, certeza– debe existir prueba suficiente para una eventual condena.

Conforme se desprende de los párrafos anteriores, uno de los pilares del sistema de enjuiciamiento por jurados es su carácter adversarial, el cual es un elemento inherente del sistema acusatorio y como tal un desprendimiento del principio de contradicción.

Algunos años atrás –no tantos, si pensamos que el siglo XIX, está a tan sólo 200 años de la actualidad– el proceso penal fue por muchos años de corte inquisitivo; especular con que una investigación penal se ventilaba públicamente en una sala, era impensado (Allaiud, 2017, p. 21).

Muy a pesar del mandato constitucional, la práctica generalizada era la de un escriturismo, sostenido por la cultura forense formalista, la enseñanza rutinaria y los modelos de organización centrados en la tramitación de expedientes y el trasiego de papeles (Binder, 2012, p. 13-14).

Sólo la ceguera y la falta de imaginación de los juristas, teóricos y prácticos y de los hombres políticos, que se dedicaron al derecho penal, en sentido amplio, pudieron lograr que hasta casi terminado el siglo XX se conservara un sistema de enjuiciamiento penal reñido con el Estado republicano que consagra la Constitución Nacional (Maier, 2000, p. 649). Con toda lógica, los pactos internacionales a los que hemos suscripto así nos obligan y con ello vale recordar la Declaración Americana de Derechos del Hombre, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y la Convención Americana de Derechos Humanos.

En los últimos quince años, catorce países latinoamericanos y un número sustancial de provincias han introducido nuevos códigos procesales penales (Langer, 2005, p. 16). Esto me permite afirmar que, en efecto, las reformas procesales en América Latina se han diseminado rápidamente. Estos Códigos son posiblemente la transformación más profunda que los procesos latinoamericanos han experimentado en casi sus dos siglos de existencia. Si bien estas reformas no han sido exactamente iguales en todas estas jurisdicciones, los reformadores las han descrito en términos similares, como una movida de un sistema inquisitivo a uno acusatorio o adversarial.

En otro orden de ideas, y como innegable condición de ser la herramienta más eficaz del modelo acusatorio y adversarial, tanto a nivel nacional como local, se presenta la audiencia oral. El completo desarrollo del proceso penal en forma abierta y visible ante el público, ha evidenciado un verdadero cambio de paradigma.

III - EL JUICIO POR JURADOS COMO DISPOSITIVO DE POLÍTICA CRIMINAL

Las audiencias orales y el sistema acusatorio ven su máximo esplendor cuando lo adversarial se presenta ante doce jurados legos, quienes luego de un proceso de selección que garantiza su imparcialidad, deben decidir al respecto de la existencia del hecho y la participación punible del/la imputado/a.

La introducción del juicio por jurados como parte de la política criminal en una determinada jurisdicción puede tener varios efectos en la ciudadanía. Uno de los principales aspectos a considerar es la participación ciudadana, que se ve reflejada en el servicio de jurados. Sin embargo, esta participación puede ser percibida de diferentes maneras por las personas.

Por un lado, algunos autores consideran que el juicio por jurados es una forma de democratización del sistema judicial, ya que implica que los ciudadanos tengan un rol activo en la toma de decisiones judiciales. Esto refuerza la idea de que la justicia no es exclusiva de los profesionales del derecho, sino que es responsabilidad de toda la comunidad.

El juicio por jurados representa una forma de participación ciudadana directa en el ámbito penal. Previsto en muchos textos constitucionales desde el siglo XIX, y en particular consagrado en el artículo 24 de la Constitución Nacional Argentina –junto con los artículos 75 inciso 12 y 118–, el modelo fue concebido como una garantía para asegurar el juzgamiento por pares y proteger al ciudadano frente al poder estatal. La mayor parte de la doctrina coincide en que se trata de una institución republicana por excelencia, orientada a democratizar la administración de justicia y a permitir que todos los sectores de la sociedad –sin distinciones de clase, género, raza u origen– formen parte del sistema judicial (Schiavo, 2016, p. 29; Maier, 2009, p. 1024).

Desde su consagración constitucional, esta forma de juzgamiento ha estado presente en el diseño institucional argentino como una expresión del principio de soberanía popular, aunque su efectiva implementación fue postergada por más de ciento cincuenta años. Como señalan Schiavo y Goransky (Schiavo, 2016, p. 14. Goransky, 1993, p. 103-136) la historia del juicio por jurados refleja un conflicto profundo entre dos visiones de país: una democrática, participativa y popular; y otra elitista y centralista, con fuerte desdén hacia sectores subalternos como el pueblo gaucho. Este conflicto se tradujo en la exclusión práctica del modelo durante décadas, a pesar de su reconocimiento formal en el texto constitucional.

El debate doctrinario y jurisprudencial ha sido constante respecto de si el juicio por jurados constituye un derecho del imputado o una obligación del Estado. Lo cierto es que, más allá de los matices, la inclusión de la ciudadanía en el juzgamiento penal ha sido históricamente considerada como una herramienta para reforzar el control social sobre las decisiones judiciales, fortalecer la legitimidad del sistema y evitar prácticas autoritarias o elitistas (Carrara, 2000, p. 92 y ss.). El jurado popular es seleccionado mediante sorteo u otras formas de selección y deliberación, buscando experimentar formas de reinventar la democracia y recuperar la confianza ciudadana, complementando el sistema electoral. Se discute la forma de selección, deliberación y la vinculación de su decisión, planteándose si son un complemento o una alternativa a la democracia representativa (Harfuch, 2013, p. 26).

Puedo aproximar la idea entonces de que el juicio por jurados populares es una institución que involucra a un grupo de ciudadanos no especializados en leyes, seleccionados previamente, que se hacen parte del juicio oral y público y son llamados a determinar la verdad a través del veredicto, que deberá emitirse a través de la evidencia presentada previamente seleccionados.

Se ha dicho que el juicio por jurados es un típico modelo de enjuiciamiento de origen anglosajón, y aunque en aquella cultura se encuentra regulado para la resolución de todos los aspectos fácticos que hacen a cualquier clase de debate, su extensión hacia otras culturas jurídicas se ha concretizado en el proceso criminal. Esto último fundamentalmente acontece en la América de habla hispana, y se debe a múltiples factores, destacándose por sobre toda la existencia de disposiciones constitucionales que regulan esa clase de litigios (Schiavo, 2016, p. 141).

En este sentido, la historia de la República Argentina es un ejemplo de cómo diversas influencias y corrientes de pensamiento se entrelazaron para dar forma a la identidad política y constitucional de la nación. La combinación de ideas liberales, anglosajonas y la adaptación a la herencia hispánica contribuyeron a la creación de un sistema político y una constitución únicos que reflejan la complejidad y la riqueza de la historia argentina.

Es evidente que en el sistema procesal penal local se ha forjado una amalgama entre las tradiciones jurídicas del derecho civil y del common law. En este entramado, coexisten tanto el juicio técnico con jueces letrados como los juicios por jurados, en sus variantes de jurados legos y colegiados.

Reconceptualizar el sistema procesal como un vehículo democrático de participación ciudadana en decisiones judiciales de profunda significación implica un reexamen de la relevancia de los principios y normas convencionales que rigen la conducta procesal ante jueces con competencias técnicas. En este contexto, la esencia radica en un cambio en la dinámica comunicativa, en la cual los aspectos conceptuales de presentación, exposición, razonamiento y argumentación asumen una centralidad que antes no poseían.

Este cambio de perspectiva conlleva una transformación en la cultura judicial tradicional, que solía oscilar entre una dinámica mixta, en la cual predominaba la figura de los/las jueces/as con un poder prácticamente absoluto.

Asimismo, la participación de legos/as en el juzgamiento penal introduce una dimensión simbólica potente, pero también genera interrogantes sobre su eficacia real. En contextos donde existen déficits en la formación técnica de los operadores, bajos niveles de alfabetización jurídica y altos niveles de desconfianza institucional, el juicio por jurados puede adoptar rasgos contradictorios: por un lado, democratizante; por otro, punitivista y emocional.

Por tanto, este modelo debe trascender lo normativo y considerar su funcionamiento práctico, para lo cual se vuelve imprescindible la construcción de indicadores pertinentes que permitan evaluar no solo su eficiencia institucional, sino su fidelidad al espíritu republicano que lo inspira.

IV - LA NECESIDAD DE CONSTRUIR INDICADORES PARA EL ANÁLISIS POLÍTICO-CRIMINAL

Evaluar la eficacia de una institución no puede basarse exclusivamente en la percepción o en principios abstractos. Es necesario generar herramientas que permitan observar, medir y comparar el impacto real del juicio por jurados en el ecosistema judicial. En este sentido, los indicadores constituyen un instrumento fundamental para objetivar fenómenos complejos y formular diagnósticos con base empírica.

Los indicadores, entendidos como parámetros de medición, permiten evaluar el grado de cumplimiento de objetivos establecidos en normas o políticas (Abramovich & Pautassi, 2009, p. 7). Estos pueden ser cuantitativos (frecuencia, duración, porcentaje de sentencias anuladas) o cualitativos (motivos de suspensión de audiencias, percepción de las partes sobre el procedimiento). La distinción no es meramente metodológica: mientras los primeros permiten establecer tendencias, los segundos habilitan lecturas interpretativas indispensables para comprender procesos institucionales.

La construcción de indicadores requiere definir previamente qué se considera "éxito" o "fracaso" en el modelo de jurados. Este punto no es neutro, ya que diferentes concepciones de política criminal conllevan distintas expectativas: un enfoque garantista puede valorar la absolución en un juicio como una garantía de presunción de inocencia; un enfoque punitivista, en cambio, puede interpretarla como falla del sistema. Por eso, todo indicador debe leerse dentro de un marco teórico claro.

La utilización de indicadores ofrece al menos tres ventajas: (1) permite identificar patrones y desviaciones; (2) habilita comparaciones en el tiempo y entre jurisdicciones; (3) facilita procesos de rendición de cuentas y evaluación de impacto. Asimismo, los indicadores contribuyen a la transparencia institucional y fortalecen el control ciudadano sobre la administración de justicia penal.

La producción y el uso de indicadores, así como la ideología en la que se basan, tienen el potencial de influir significativamente en las formas y el ejercicio del poder punitivo. A partir de esta premisa, es importante considerar las relaciones interdependientes entre la cuantificación y la política criminal. Desde esta perspectiva, Rose ha señalado cómo investigaciones previas han demostrado que la relación entre los números y la política es recíproca: "la formulación de políticas se apoya en datos cuantitativos; los actos de medición social están imbuidos de aspectos políticos; nuestras percepciones de la vida política son modeladas por las realidades que las estadísticas parecen desvelar". Esta relación es recíproca y mutuamente constitutiva (Rose, 1991, p. 663-672).

Llama mi atención entonces cómo los procesos de cuantificación social se vuelven "politizados", no en el sentido de que los números sean de alguna manera corruptos, sino porque implican juicios políticos en la selección de qué medir, cómo hacerlo, con qué frecuencia y en qué forma presentar e interpretar los resultados. Esta interacción constitutiva implica que la expansión de las medidas punitivas y por consiguiente de los modelos de proceso para la justicia penal, pueden justificarse a través de las "realidades" que las estadísticas revelan.

Resulta necesario entonces, cuando hablamos de un proceso que busca "democratizar la justicia", enfocarnos en comprender plenamente lo que este concepto implica. Rose ha dicho acertadamente también que la democracia, si se toma en serio como una herramienta de gobierno, y no como filosofía o retórica, depende de la delicada composición de las relaciones de número y cálculo que permiten a un gobierno calculado y calculador ejercer el poder sobre las personas y los eventos que se rigen. La democracia, en su módem, masa y formas liberales, requiere de una pedagogía de aritmética para mantener a los ciudadanos numerados, calculando. Requiere expertos para inculcar las técnicas de cálculo en políticos y empresarios, requiere un hábitat público de los números. Las mentalidades democráticas de gobierno priorizan y tratan de producir una relación aritmética entre los ciudadanos, el discurso cívico numérico y las evaluaciones numéricas de gobierno (Rose, 1991, ídem).

La democracia puede funcionar como una tecnología de gobierno en la medida en que una red de números de este tipo puede ser compuesta y ser estable. Esto no es una cuestión de la capacidad intrínseca de los números –no debemos esperar encontrar ninguna unidad esencial de las relaciones de los números y la política–. Se trata de una cuestión del "qué" y el "dónde" de la implementación de los números y el "cómo" de su alineación con otras tecnologías de gobierno (Rose, 1991, ídem).

Mi posición hasta aquí creo ha quedo bien expuesta, yo entiendo que, así como se le exige al derecho penal efectos empíricos, en algún momento debe comprobarse si estos se están produciendo, cuáles son y si las respuestas no son las esperadas al momento de imponer las reformas, y en ese marco se deberá determinar si ello se debe se debe a dificultades solventables o más bien a problemas estructurales de difícil o imposible solución.

A primera vista, algunos estudios que han sido consultados para abordar estas temáticas muestran que muchos de los institutos en función del derecho penal son infructuosos, pues puede funcionar bien en circunstancias que prácticamente nunca se dan en la realidad y son extremadamente difíciles de conseguir por medio del ordenamiento jurídico. Por ejemplo, las implicaciones que esto tiene a la hora de justificar los incrementos de pena en necesidades preventivas son evidentes. De modo relacionado, en general las modificaciones de las disposiciones jurídicas tienen menos efectos sobre las tasas de delincuencia que las modificaciones en las políticas de persecución. Y, sin embargo, el discurso de la prevención general negativa es omnipresente en la justificación de las modificaciones legales (Ortiz De Urbina, 2021, p. 39-54).

Distintas finalidades tiene la configuración del derecho penal y consiguientemente su aplicación por los operadores judiciales, pero las exigencias normativas no deben ser el único vector para la configuración y aplicación en los casos concretos sin realizar estudios o diseñar estrategias que aporten información actual. Los indicadores, como tecnología social que impacta el poder y las relaciones jurídicas, pueden llegar a ser factores esenciales en la formulación de políticas criminales.

Aunque este documento no extrae conclusiones definitivas sobre los beneficios o desventajas de la construcción de una política criminal, si afirma que, dado el papel central de los indicadores como una forma contemporánea de gobernanza, es un fenómeno que a menudo pasa desapercibido y que tiene efectos específicos desconocidos en la práctica procesal. Este artículo espera ser un aporte apropiado para iniciar la reflexión sobre este tema.

V - PROPUESTA DE CATEGORÍAS E INDICADORES

Para un análisis político-criminal razonable del juicio por jurados, se propone una batería de indicadores divididos en cuatro categorías. La lógica de esta clasificación responde a una visión sistémica del proceso judicial, donde se integran tanto los marcos normativos como las prácticas concretas, las percepciones sociales y los resultados observables.

Una de las limitaciones en la construcción de indicadores que puedan abordar la calidad de los datos, radica en que estos indicadores a menudo se generan como resultado de las deliberaciones de los jurados. En este contexto, es transcendental destacar que una de las cuestiones fundamentales en el proceso de deliberación del jurado ocurre una vez finalizado el juicio, cuando los jurados se retiran a un lugar privado donde cuentan exclusivamente con las pruebas presentadas. Para poder comprender las implicancias que este procedimiento tiene en las personas que integran los jurados y como tal el desprendimiento de posibles políticas públicas que colaboren con este movimiento procesal, muchos datos deben ser obtenidos en lo que sucede en ese entorno confidencial: quiénes participan, sobre qué temas discuten y cómo estos factores influyen en el veredicto final.

Lo valioso de la aproximación a esta información radica en que, desde la medición, se puede conocer la efectividad de las políticas criminales y penales actuales, consultando concretamente si están de acuerdo con la pena en concreto aplicada, si entienden la dinámica procesal de la que han sido parte, si hay conocimiento sobre las consecuencias de su intervención o bien si han empatizado con el acusado o la víctima.

Para acceder a esta información, sólo es posible hacerlo a través de la Oficina de Juicio por Jurados y con el consentimiento por supuesto de las personas que han sido seleccionados como para cada juicio puede proporcionar información sólida y basada en evidencia para la toma de decisiones políticas y legislativas futuras vinculadas a la gestión del delito.

La recopilación de datos durante la deliberación puede permitir una evaluación más profunda de la calidad de las pruebas presentadas en el juicio, ayudaría a aportar datos de precisión para las unidades fiscales en torno a la forma en la que realizan la investigación penal preparatoria o bien anticipar si la elevación a juicio de ciertos delitos y su posterior tratamiento mediante el juicio por jurados es más eficiente que realizarlo a través de un tribunal tradicional.

a) Marco normativo

b) Contexto sociocultural

c) Prácticas institucionales

d) Resultados

Cada uno de estos indicadores debe construirse con criterios técnicos claros, y acompañarse de mecanismos periódicos de validación y revisión. No se trata de generar datos por acumulación, sino de producir información útil que dialogue con el diseño y los objetivos de la política criminal.

VI - LIMITACIONES Y DESAFÍOS

El principal desafío para la implementación de estos indicadores es la disponibilidad de datos. Muchos sistemas judiciales no cuentan con mecanismos de recolección sistemática de información, o bien lo hacen con fines internos de gestión y no para el análisis político-criminal. En ese sentido, es fundamental avanzar en estrategias institucionales de apertura de datos, interoperabilidad entre organismos y generación de evidencia accesible y confiable.

Otra limitación importante es el riesgo de reducir la exploración a una lectura puramente estadística. La interpretación de los datos debe ser siempre contextual, considerando el entorno institucional, cultural y político. Por ello, es recomendable complementar el análisis con métodos cualitativos, como entrevistas a operadores jurídicos, observaciones de audiencias o estudio de sentencias, que enriquezcan la comprensión del fenómeno.

Además, la propia construcción de indicadores puede estar sesgada por los intereses de los actores que los diseñan o utilizan. Evitar este sesgo implica sostener una perspectiva crítica y plural, que incorpore diversas voces y evite convertir los indicadores en instrumentos legitimadores sin valor explicativo. En este sentido es necesario sostener una perspectiva crítica y abierta a la revisión constante.

Nunca sabremos exactamente qué ocurre durante las deliberaciones del jurado porque la ley prohíbe la observación de los jurados en vivo, pero sí pueden utilizarse técnicas que otras ciencias puedan recomendar.

Finalmente, el mayor desafío tal vez radique en la voluntad política de someter las políticas penales a evaluación empírica y pública. La construcción y uso de indicadores es, en última instancia, un ejercicio de transparencia y control democrático del poder punitivo.

VII - REFLEXIONES FINALES

El juicio por jurados, como institución jurídica, debe ser evaluado en su dimensión simbólica, técnica y político-criminal. Para ello, es necesario trascender el debate normativo y generar evidencias empíricas que permitan discutir su eficacia, su legitimidad y su dirección política.

Como he señalado, este artículo no extrae conclusiones definitivas sobre los beneficios o desventajas de la construcción de una política criminal, pero sí reconoce que, dado el papel central de los indicadores como una forma contemporánea de gobernanza, es un fenómeno que a menudo pasa desapercibido y que tiene efectos específicos desconocidos en la práctica procesal y debe ser aplicado al modelo de enjuiciamiento por jurados. Este estudio pretende ser un aporte apropiado para iniciar la reflexión sobre este tema.

Las exigencias normativas no deben ser el único vector para el diseño y configuración del sistema penal, sin realizar estudios o diseñar estrategias que aporten información actual, fehaciente. Los indicadores, como tecnología social que impacta el poder y las relaciones jurídicas, pueden llegar a ser factores esenciales en la formulación de políticas criminales.

La construcción de indicadores no es una tarea meramente técnica, sino una herramienta para interpelar las políticas públicas en el ámbito penal. Bien utilizados, pueden aportar a la consolidación de un modelo de justicia más transparente, accesible y orientado al respeto de los derechos fundamentales.

La relación entre el gobierno judicial y la política criminal es esencial para comprender cómo el Poder Judicial influye en la implementación de políticas públicas y en la gestión de políticas criminales. El gobierno judicial permite que el Poder Judicial no sólo administre justicia, sino también participe en la planificación de políticas públicas relacionadas con la prevención y reacción al delito. La política criminal, a su vez, se enfoca en la formulación y aplicación de estrategias gubernamentales relacionadas con el sistema de justicia penal. Esta interconexión asegura que las decisiones judiciales sean coherentes con los objetivos de la política criminal en curso, lo que resulta fundamental en la administración de la justicia y en la reacción al delito.

Puedo advertir también que, en la actualidad, los Estados enfrentan dificultades para responder a los informes necesarios para un análisis adecuado de la implementación de políticas públicas, particularmente en el contexto de la política criminal. En este sentido, no todos los países han logrado diseñar políticas públicas que se basen en las normas, estándares y parámetros de política criminal de manera efectiva. Esto puede atribuirse a la reticencia de los Estados a otorgar plena efectividad a los derechos, incluso aquellos consagrados en sus propias constituciones.

La búsqueda de las mejores prácticas para la implementación de políticas públicas es una preocupación actual en América Latina, aunque aún no se haya alcanzado un consenso general, al menos en Argentina. Sin embargo, existe un punto de coincidencia en la región: la necesidad de definir indicadores que permitan medir la satisfacción de los usuarios del servicio de justicia, sobre todo si son ellos quienes van a ser partícipes desde una lógica protagonista, como es la integración de un jurado. Esta demanda refleja la importancia de contar con herramientas efectivas para evaluar y mejorar la calidad y la eficacia de los servicios judiciales.

En este contexto, se ha desarrollado una perspectiva crítica de los procesos y procedimientos, centrándose en indicadores cuantitativos para identificar deficiencias y necesidades de mejora. Si bien la atención inicial se ha centrado en aspectos estructurales, de procesos y resultados, se reconoce la posibilidad de expandir la medición a otros factores y categorías.

Este enfoque no solo busca garantizar la transparencia en la gestión judicial sino también proporcionar evidencia concreta para respaldar la toma de decisiones relacionadas con la implementación de políticas criminales. A medida que evolucione, resulta conveniente incorporar señales de progreso cualitativas y evaluación transversal para ofrecer una visión más completa y detallada del funcionamiento del sistema de justicia penal en cada localidad en la que se ponga en práctica el modelo.

Una sociedad si de verdad pretende ser democrática como se autoproclama, debe respetar las garantías y libertades individuales. En esta sintonía no comparto la utilización del derecho penal de manera simbólica, electoralista e ilegítima. Es necesario que el legislador de una vez por todas deje de actuar a espaldas del verdadero debate, uno que sea interdisciplinario, el que incluya datos e información de campo. Esos son los modelos de fondo y de procesos que serán más honestos, pero sobre todo hay que dejar de buscar soluciones mágicas en el poder punitivo −las cuales, como se sabe, nunca llegarán− y poner la lupa en el diseño de políticas públicas para abordar los problemas socio-culturales de manera global e íntegra, poniendo énfasis en mecanismos preventivos, esto es, culturales, educativos, sociales, etcétera. Todo ello, bajo los postulados de ultima ratio e intervención mínima del derecho penal.

En definitiva, no se trata de medir por medir, sino de analizar para comprender. Comprender para decidir mejor. Decidir para garantizar una justicia que, sin resignar eficacia, se mantenga fiel a los principios de legalidad, equidad y humanidad que deben guiar toda política criminal razonable, sobre la eficacia de la reforma del juicio por jurados o sobre el poder del jurado como pilar de la democracia.

Sin embargo, es esencial plantear interrogantes sobre cuáles serán los principios rectores de este cambio procesal. Su implementación efectiva y su continua evolución siguen siendo temas centrales en el debate jurídico y político no solo en nuestro país sino en la región.

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1Información recabada por Latinobarómetro, disponible en https://www.latinobarometro.org.